sábado, 26 de enero de 2013

El año que viene


Manuela, de cincuenta y nueve años de edad, la octava de once hermanos de los cuales sobreviven ocho, pasa varias horas al día sentada en su mecedora frente a la gran ventana de la sala de su casa, bordando, tejiendo y fumando la pipa.

Es una mujer muy alegre que le gusta observar a la gente que pasa frente de su casa o que se detiene a saludarla o a conversar con ella.

A pesar de tener dificultades para caminar por la poliomielitis que la atacó de pequeña, ella va y viene dentro de la casa, va al mercado a hacer sus compras, todos los sábados y domingos va a la iglesia; sube y baja, carga y mueve los muebles de su casa porque las casas deben cambiar cada cierto tiempo, como ella ha cambiado a lo largo de los años.

La casa era de los bisabuelos; luego, de la abuela; luego, de su madre; ahora es de ella.

Desde que contrajo la poliomielitis muy pequeñita, toda la familia supo que ella estaba destinada para cuidar a la madre y ésta a aquélla. Por eso, tal vez, los padres de Manuela le heredaron todo cuando cumplió los cuarenta y siete años de edad. Medio año después de esto, el padre de Manuela falleció en un accidente automovilístico.

Conforme los hermanos y hermanas terminaban los estudios o se casaban, se alejaban de Río Blanco, Veracruz, para buscar una vida propia e independiente. La mayoría de los hombres partió hacia el norte del país, donde en los años setenta y principios de los ochenta había muchas oportunidades de empleo y de progreso; las hermanas al casarse se fueron a donde los maridos las llevaran: una a Coatzacoalcos; otra a Guadalajara; otra a Mérida; otra a la Ciudad de México, y la menor de todos, a Puebla, quien es la que más frecuentemente visita la casa.

Cada Navidad o fiesta de Año Nuevo llegan a la casa unos u otros; cargados de hijos o nietos. Y aunque difícilmente podrían estar todos juntos en una de esas fiestas, es tan grande la familia que dichas reuniones son muy animadas, en las que ríen, bromean, comen, beben, bailan y se hacen tantas promesas y deseos que nunca se cumplen.

En cada una de estas fiestas, Manuela recibe de regalo suéteres, chalecos, bufandas, pantuflas, pipas, tabacos, una que otra joya de fantasía, perfumes y demás. La madre, una que otra prenda de ropa o perfumes.

De esta manera, Manuela ha reunido cincuenta pipas y tiene, en general, más de cinco distintos tabacos para fumar.

La madre de Manuela vive en la casa. Perdió la vista y apenas puede moverse, pues la diabetes la tiene en muy mal estado de salud, a grado tal que año con año, desde hace cuatro, todos creen que es el último de la madre. Pero ella se aferra a la vida por Manuela, el olor de las flores, la comida que tanto le gusta y que no ha dejado de comer a pesar de las prohibiciones de los médicos, por ver (escuchar, sentir) a sus hijos y nietos cada Navidad o Año Nuevo.

La madre es de carácter irascible; nadie sabe en qué momento o por qué motivo explotará, por eso, tal vez, la deja sola la mayor parte del día, pero de rato en rato Manuela va a ver cómo está, le pone música, la ayuda para comer, la baña; en fin, la cuida tanto como puede.

Todos los hermanos le mandan a Manuela una pequeña pensión con la que se mantienen ella, su madre y la casa, para lo cual paga una empleada doméstica que va a limpiar y lavar dos veces por semana.

Cada vez que Manuela redecora la casa, tiene con Eugenia, la empleada doméstica, severas discusiones sobre el nuevo color de las paredes, dónde deben ir los muebles, los cuadros, las fotografías. Como a Manuela se le dificulta arrastrar y mover objetos pesados pero siempre lo intenta, a grado tal que retrasa y desespera a Eugenia, ésta le dice:

– Ándele, Manuelita, siéntese aquí y ahorita le traigo una pipa y sus tabacos para que me diga dónde colocar las cosas.

Y mientras Manuela fuma su pipa, con voz fuerte le dice a Eugenia cosas como: “Ahí no”… “vas a romper las patas de la mesa”… “¡Ay, ya rompiste el florero!”… “Ya párale, descansa, luego yo hago eso”…

De esta manera pasan una semana completa cada cuatro años.

La casa es grande y está ubicada en una zona que ha adquirido gran valor comercial desde hace algunos años. Mucha gente y algunos empresarios quieren comprarle la casa a Manuela, pero ella no la venderá, le ofrezcan lo que le ofrezcan.

Dice Manuela que cuando ella muera la casa se quedará con alguien de la familia. Sin embargo, su familia se ha ido de Río Blanco para nunca jamás volver a vivir ahí; ciudad bonita, calurosa en primavera y verano y fía en invierno, húmeda  y limpia en general, con grandes cerros en uno de sus costados, pero tan pequeña y con tan pocas oportunidades de empleo para sus habitantes.

Ella tiene una amiga que conoció en la escuela Primaria. Desde entonces han sido muy unidas. Se visitan, van al cine, a tomar un refresco, una nieve o a comer a un restaurante de vez en cuando.

Manuela enseñó a Inés a fumar pipa y ésta enseñó a aquélla a beber licores dulces, y cada vez que están juntas y solas, hablan, ríen, beben licores dulces y fuman pipa.

Las veces que Manuela ha tenido que llevar a su madre al hospital, es Inés quien se encarga de todo, pues Manuela no sabe qué hacer, se pone muy nerviosa y odia los hospitales desde pequeñita.

Inés es la verdadera hermana de Manuela y quiere a los hijos de ésta como sobrinos. De hecho, los dos hijos de Inés, varones ambos, la llaman por teléfono o la visitan para saludarla y saber si algo se le ofrece en que puedan ayudarla; han pintado la casa, las puertas, la herrería y demás, las dos últimas veces que Manuela ha redecorado su casa.

A Eugenia no le gusta que vayan los chamacos a pintar porque Gregorio, su esposo, entre otros oficios que sabe, es pintor y pierde la familia oportunidades de ingreso. Pero a Manuela no le gusta como pinta Gregorio, ni le gusta que ande tomando cervezas mientras pinta su casa.

La última vez que él pintó la casa, después de cinco días de trabajo Manuela contó cincuenta y cuatro envases de cerveza vacíos y amontonados junto al bote de la basura. Por eso es que Gregorio tiene grande el estómago, la papada, los cachetes, las nalgas y tiene los ojos permanentemente irritados. Sospecha Manuela que esto ha de ser por lo que fuma, pero Eugenia le jura que él no fuma de eso.

Si le descontara las cervezas que tomó Gregorio, Manuela hubiera ahorrado cuatrocientos cincuenta y nueve pesos por la pintada de la casa.

La última vez que vi a Manuela fue en enero del 2011. Ese día hacía mucho frío. Fumamos dos pipas y tomamos dos copas del licor de anís que a ella tanto le gusta. Me comentó que en las vacaciones de verano iría con Inés y su familia a recorrer Oaxaca.

Lamentablemente, su madre falleció el 30 de junio.

Toda la familia vino al velatorio de la madre; la acompañaron al cementerio; regresaron a casa tristes y mudos. Al día siguiente hablaban sobre qué sería de Manuela quedándose sola…

– Cómo si mi madre me hubiera ayudado tanto; ella dependía de mí hasta para ir al baño. ¿Ustedes creen que no podría estar sola? ¡Estoy muy bien sola! –decía Manuela.
– ¿Qué vas a hacer con la casa? –Le preguntaban unos.
– Véndela y con ese dinero compras una casa más pequeña y con lo que sobre vivirás bien. – Le comentaban otros.
– La casa y mi vida son cosas mías. –Les respondía Manuela.
– Como comprenderás, Manuelita, yo ya no podré mandarte la pensión que te mandaba; te mandaré la mitad. – Le dijo su hermano mayor.

Él le mandaba dos mil pesos cada tres meses; ahora serán mil pesos.

– Yo tampoco podré, hermanita. – Comentó su hermana menor.

Ella le mandaba cuatrocientos pesos al mes; ahora le mandará doscientos pesos.

Así, cada hermano redujo a la mitad la pensión que le mandaban. Con lo que recibirá apenas podrá pagar la luz, el teléfono y el gas.

Pero eso a ella no le preocupa mucho. Tiene algunos ahorros; vende sus bordados y tejidos a una señora de Córdoba; da clases de piano a niños, en el piano de media cola que era de su padre; hace pasteles y gelatinas por encargo, y gracias a Inés vende productos franceses de cosmética y perfumería.

El domingo partieron todos los integrantes de la familia dándose besos y abrazos, deseándole lo mejor a Manuela, llevándose adornos, juguetes de porcelana y fotografías como recuerdo de su madre y la casa de sus padres o abuelos.

Con tristeza pero con buena cara se despidió de todos. Al quedarse a solas, la casa era todo silencio y parecía muy grande pues a las paredes, repisas y muebles les faltaban objetos que su madre había comprado a lo largo de los años para que fuera un hogar repleto de objetos bellos.

Fue a su cuarto por la caja de madera donde están sus pipas y tabacos para llevarla a la mesa de centro de la sala. Sacó las pipas y las colocó ordenadas de mayor a menor tamaño; también sacó sus tabacos.

Tomó la mayor de sus pipas; la cargó de tabaco; se fue a sentar en su mecedora y se dispuso a fumar, mientras pensaba en los mejores días de sus padres y sus hermanos, cuando todos eran felicies y jugaban en su casa, en las hermosas fiestas de cumpleaños que les organizaba su madre,  lo rico que ella cocinaba, lo feliz y alegre que fue hasta antes de su padecimiento.

Desde este día Manuela seguiría sola en esa casa el resto de su vida, oyendo en sueños o escuchando palabras de su madre. Sabe que difícilmente volverán sus hermanos, sobrinos y sobrinos nietos a pasar la Navidad o el Año Nuevo; que ya no podrá sufragar la ayuda de Eugenia. Nunca volverá a remodelar su gran casa. La quiere así como quedó después del saqueo de su familia, para recordar qué había ahí, en esa pared, en ese esquinero, sobre el buró, en la repisa entre los dos grandes floreros.

Pero el año que viene, cuando acabe el duelo por la pérdida de su madre, irá a Oaxaca con Inés y su familia… ya nada podrá impedírselo.

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Veracruz, tierra de mis amores, donde la soledad es menos sola cuando se piensa en los que se han ido y las ilusiones del mañana son el hoy de todos los días.

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