domingo, 3 de febrero de 2013

Una pipa sin importancia


Me decía uno de los viejos amigos veracruzanos fumadores de pipa que cuando vivió en San Francisco, CA, en los “iu-es-ei”, en muchas farmacias había montones de pipas y tabacos para aventar para arriba; que eran tan baratas que cualquiera podía salir de tales comercios con dos pipas, un bote de 225 gramos de tabaco, limpia pipas y otros útiles accesorios, sin haber desembolsado más de 14 dólares.

Era 1955. Francisco tenía 29 años de edad y cuatro como fumador de pipa.

Cada mes, durante los casi seis años que vivió en nuestro vecino país, compró dos pipas de farmacia, una libra de tabaco y una que otra cosita más.

Eran los primeros años de la Guerra Fría (de 1957 a 1962), cuando ese país invirtió enormes sumas de dinero en investigación científica y desarrollo tecnológico. Había trabajo en abundancia para profesionales bien preparados como Francisco, quien siempre ganó más del salario mínimo, con lo que vivió bien, ahorró un poco y regresó a Veracruz para abrir negocios relacionados con su especialidad de químico fármaco-biólogo.

Francisco conoció a Carmela en los Estados Unidos, con quien se casó en 1961, y en 1962 ambos se fueron a vivir a la ciudad de Tierra Blanca, Veracruz, donde en 1963 abrieron el laboratorio de análisis clínicos “San Francisco” y al lado de éste la Farmacia “La Esperanza”.

Durante 26 años mantuvieron prósperos estos negocios pero en 1989, Francisco, con 63 años de edad y todavía fuerte y animoso, vendió su negocio y se dedicó a llevar una vida placentera, sin presiones para él y su esposa Carmela.

Durante su vida como fumador, Francisco fumó tres pipas por día: una, por la mañana; otra, después de comer, y una más, ya por la noche, después de haber cenado.

Ellos no tuvieron hijos, ni se decidieron por la adopción. No se trataba de una pareja que necesitara hijos para ser felices ni realizarse como pareja; se realizaron los dos estando y haciendo todo juntos, compartiendo su vida con amigos y familiares, viajando año con año.

En tales viajes, además de adornos para la casa, regalos para amigos y familiares, Francisco compraba pipas, pero no de cualquier marca; debían ser pipas de farmacia, de las de pocos dólares pero bellas.

Así, sin proponérselo, Francisco logró acumular más de 220 pipas.

Carmela falleció en 1996. Una noche, cansada y con náusea, se acostó a las siete. Francisco tardó en ir a acostarse. Cuando lo hizo, que serían alrededor de las dos de la madrugada, besó y acarició a Carmela y la sintió algo fría: había fallecido. Ella partió de este mundo tranquilamente, sin sufrimiento, feliz por haber vivido lo que vivió al lado de Francisco y, supongo, satisfecha.

Falleció como un pajarito: cerró los ojos y durmió para siempre.

A partir de ese día, la salud y el ánimo de Francisco decayeron. Siguió fumando, pero las pipas ya no le sabían tan bien. Dejó de fumar en el 2000 y falleció en el 2002, a los 76 años de edad.

Una de sus muchas pipas de farmacia fue una Kaywoodie Collectors en forma de cuerno, de gran tamaño, edición especial de principios de los años 50, que estaba hecha de una raíz de brezo cuya veta es muy hermosa. Pocas pipas he visto así de bellas.

Tuvo pipas de diversas marcas: Kaywoodie, Dr. Grabow, Arlington, Weber, Pipes by Lee, Medico, JHW –que no eran, precisamente, de farmacia–, Heritage, Yello-Bole y Frank que le gustaron tanto por estar hechas de un brezo de calidad suprema, decía él.

Pero la Kaywoodie Collectors fue la pipa preferida de Francisco.

Cuando alguien le decía a Francisco que su pipa era muy hermosa, él respondía: “Es una pipa cualquiera; una pipa sin importancia.”

(Hay personas exageradamente modestas.)

La fumó incontables veces y a pesar de que la cuidó tanto, con pocas fumadas más el carbón podría traspasar la pared de la pipa. Cuando eso descubrió Francisco, dejó de fumar en ella.

La guardó en un cajón de su escritorio y se olvidó de la Kaywoodie Collectors por varios años.

Aún vivía Carmela.

El 28 de junio de 2001, a las dos de la madrugada, Francisco fue a su escritorio, sacó del cajón la Kaywoodie Collectors, la cargó con tabaco Cavendish que tenía por ahí guardado y fumó en ella la última pipa de su vida, para recordar que ese día Carmela cumplía cinco años de haber partido.

El único amor de toda la vida lo había dejado cuando él tenía tantos planes para ambos: en 1997 irían a China e India; en 1998 viajarían cuatro semanas por los Estados Unidos pues cumplirían 35 años de haber salido de ahí rumbo a Tierra Blanca; en diciembre del 2000, final del Siglo XX, estarían en España, Francia e Italia; vendería la gran casa para mudarse a una más pequeña que no tuviera altos escalones para subir y bajar pisos.

Hacían tantos planes y tenían tantos sueños, que de haber vivido Carmela más años los hubieran cumplido todos.

Al quedarse solo, Francisco salía tan pocas veces de su casa, que ocasionalmente algún vecino iba a saludarlo para cerciorarse de que estuviera bien.

Siempre estaba bien, pero algo triste. Hablaba poco.

Un viernes por la tarde, al regresar de su consulta médica, en cajas de cartón empezó a guardar libros, adornos, pipas y demás.

Llamó a sus tres sobrinos lejanos para invitarlos a cenar el sábado. Les regaló las cajas y los muebles, excepto su recámara y el comedor, para que ellos se distribuyeran las cosas como quisieran.

El siguiente sábado los sobrinos fueron por los objetos que su tío les había regalado. La casa quedó semivacía.

La casa y los pocos muebles que conservó los donó al municipio para que fuera una biblioteca pública. (Hoy, la casa no existe; es una gran tienda de abarrotes.)

Francisco murió tres meses después, solo, en su casa semivacía, tirado al lado de su cama y junto de él la fotografía que siempre le gustó, donde aparecen Carmela y él, fumando su bella pipa Kaywoodie Collectors, en lo más alto de la Estatua de la Libertad.

Una Kaywoodie Collectors que para él, era una pipa sin importancia.

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Por Carlos E. Vizcaíno, febrero, 2013.

martes, 29 de enero de 2013

Dos personas, dos hábitos, dos estilos


Dos técnicos mecánicos automotrices, jubilados ambos en 1999, se conocieron e hicieron amigos en una gran agencia de automóviles de Jalapa, Veracruz, donde trabajaron más de treinta años.

Domingo, el de mayor edad, fue un eléctrico que se distinguió por la calidad y honradez en el trabajo; Hugo, el mecánico, se destacó por la rapidez con que terminaba sus encargos.

Domingo también era conocido por estar pegado a la pipa casi todo el tiempo; era un extraño hábito el que tenía, pues mantenía una pipa en la boca aunque no tuviera tabaco. Él fumaba de seis a siete pipas cada día y sólo tiene pipas curvas, pues le resultaron más cómodas para fumar mientras trabajaba.

Hugo, por su parte, fumaba de dos a tres pipas por día y tenía pipas rectas y curvas.

Domingo tiene treinta y cinco pipas, todas de brezo y lisas, que fue comprando desde que empezó a fumar y hasta 1980, y Hugo, cuando tuvo más, pues regaló algunas, tuvo doce, de brezo, entre lisas, rusticadas y arenadas, que compró entre 1965 y 1975.

Ambos fueron fumadores de una mezcla de tabaco que contenía Virginia y Burley en la misma proporción, que se vendía a granel y que hace muchos años se conseguía en diversos establecimientos. Cuando fumaban tabacos distintos era porque alguien se los obsequiaba.

Algunas veces iban a San Andrés Tuxtla o Coscomatepec a comprar tabaco pues, según ellos, se trataba de un tabaco que les hacían especialmente.

Hugo, Domingo y otros compañeros de trabajo se reunían cada tercer sábado en casa de alguno de ellos. Al salir de la agencia automotriz iban a una vinatería a comprar las bebidas y bocadillos que disfrutarían, y al llegar a la casa en turno, después de servir los primeros tragos, sacaban el dominó para sentarse a jugar. Así, entre dominó, la música, la charla y los tragos, unos con sus pipas, otros con sus puros, otros con cigarrillos, y había quienes no fumaban, la reunión, que empezaba, más o menos, a las cinco de la tarde, podía terminar a las seis de la mañana del día siguiente, para irse a sus respectivas casas a dormir, si los dejaban, y a soportar la retahíla de quejas, regaños e insultos de sus esposas, y la “maldita” resaca que les daba como castigo por sus juergas.

Hugo dejó de fumar pipa en el año 2004 y falleció en el 2010. Domingo, de 80 años de edad, ya algo desgastado por los años, pero activo, vivaz y alegre como siempre ha sido, continúa fumando dos pipas todos los días: una a media mañana y otra a media tarde.

Ahora él fuma un tabaco Cavendish que compra en una afamada tienda departamental.

Domingo me ha platicado tanto de Hugo y tan poco de sí, que creo conocer más a éste que a aquél. Y me ha querido hablar de su amigo como si hubiera sido un héroe y un muy buen hombre: sencillo, alegre, magnífico padre y esposo, trabajador responsable, amigo leal, etcétera.

Pero yo sé que así mismo es Domingo y más: lector asiduo de historia, política, economía y deportes; extremadamente respetuoso de las personas y, en general, de todos los seres vivos;  gran conversador y, podría parecer extraño para su edad, curioso por aprender cosas nuevas. Por ejemplo, en el 2008 tomó un curso de computación. Aprendió a explorar la Internet, a usar el correo electrónico y comunicarse así con hijos y nietos, a utilizar el procesador de textos para anotar lo interesante que hallaba en la Internet: recetas de cocina, noticias, recomendaciones para conservar la salud y otros temas que le llamaban la atención.

Es de los pocos viejos que conozco que usan bien el teléfono celular.

Cuando se sentaba para “trabajar” con la computadora, aprovechaba para fumar la pipa, de las hermosas pipas muy curvas que él tiene y que empezó a comprar en 1954, cuando cumplió 21 años de edad.

En el 2011 dejó de usar la computadora porque su vista ya no se lo permitió; pero él, que no es de los que se dan por vencidos, tomó un curso de braille con la intención de continuar leyendo aquello que pudiera encontrar en este sistema de escritura… Poco ha podido hallar así.

Ahora se conforma con platicar, escuchar música, las noticias en la radio y lo que su esposa le lee de los periódicos y revistas que reciben o les prestan.

Difícilmente sale de casa porque no sabe andar solo con su bastón; le da miedo perderse o caerse.

La diabetes le va ganando terreno a pesar de que él es muy cuidadoso de lo que come y bebe, y su presión arterial le ha dado varios sustos.

Los médicos le han recomendado dejar de fumar; sobre todo, el angiólogo. A pesar de ello, Domingo continúa fumando dos pipas al día.

– Ya le bajé, compadre, que no diga el doctor que no le hago caso. –Me dice Domingo cuando habla del asunto.

Él extraña mucho a Hugo, su “hermano menor” y compañero de juergas; le duele no poder ver, lo desespera tanto que, a veces, ha llorado de rabia, de impotencia.

Pero su familia que lo quiere tanto se ha encargado de acompañarlo, de llevarlo a donde deba ir, a algún restaurante dos veces por semana, a las playas de Veracruz para sentir y oler el mar y la arena. Solo no está, ni abandonado lo tienen, ni le critican o le impiden fumar sus dos pipas por día.

Roberto, el más grande de sus nietos, le ayuda a limpiar sus pipas cada fin de semana. Limpia las pipas con tal destreza, que las deja impecables y brillantes.

Me decía Domingo que Roberto heredaría sus pipas a pesar de que no fuma porque las trata con tanto cuidado, que no hay nadie mejor para conservarlas. Sin embargo, el año pasado me dijo que las va a vender a un fumador, porque las pipas deben usarse.

– ¿Tú querrías quedarte con mis pipas? –Me preguntó una vez.
– Sería un honor, pero valdría la pena que también otros amigos gozaran de la misma distinción. –Le respondí.
­– ¡Ni madres, compadre; mis pipas siempre estarán juntas, con una sola persona! –Exclamó algo alterado.

Cambiamos el tema de conversación.

No sé por qué hay fumadores que consideran a sus pipas como seres vivos que necesitan cuidado y afecto; hay quienes les profesan cuidados en extremo; también hay quienes las consideran bellos objetos decorativos, dignos de admiración.

La pipa es un simple objeto para fumar que para muchos fumadores ha adquirido poderes casi sobrenaturales, como un fetiche; es un pasadizo secreto que sólo al fumador de pipa se le abre en su camino hacia el disfrute de su tabaco, es como una mujer amada que requiere mimos especiales porque así brinda más placer, o es un signo de distinción. Lo que “era” una pipa es algo más que una pipa, mucho más.

– La pipa la disfrutas desde que la miras; luego, cuando la tomas en la mano; después, cuando fumas en ella y, por último, cuando la limpias. Con los cuidados pertinentes la pipa dura muchísimo años y cada vez que la usas te brinda lo mejor de sí, y cada vez es mejor. Por eso yo las cuido tanto… Y el estúpido de Hugo no hizo por venderlas o regalarlas y su viuda las tiró a la basura. ¡Cuando me enteré de eso me dio tanto coraje! Yo no quiero que mis pipas acaben así. –Dice Domingo cuando hablamos del asunto.

Y es que Domingo tiene pipas muy hermosas y finas, que hoy, seguramente, muchas de ellas han de valer una barbaridad. Hablo de antiguas Dunhill, Barling, Charatan, Sasieni y Comoy.

Comprar cada pipa, incluso en los años en que empezó a comprarlas, era un sacrificio para un técnico mecánico de salario medio-bajo como él, por eso comprendo que las cuide tanto. Debido a la cantidad de pipas que fumaba por día, aprendió que era mejor tener más pipas para dejarlas descansar más tiempo entre fumada y fumada, por eso adquirió treinta y cinco pipas.

Treinta y cinco pipas que, espero falte mucho para ello, pasarán a otras manos, y cuando Domingo las entregue su corazón se acongojará tanto que, quizá, estando a solas, llorará, no sé si mucho o poco, por deshacerse de objetos tan apreciados por él; pero, es posible que su corazón le haga actuar diferente y saltará de alegría por haber hecho feliz a un fumador de pipa que sabrá cuidarlas, las fumará con tanto gusto como él y lo recordará cada vez que lo haga, o lo recordará algunas veces.

Cuando falleció Hugo, Domingo andaba de paseo con uno de sus hijos, fuera de Jalapa. Le llamó a su celular el hijo de un amigo para darle la triste noticia.

Domingo suspendió el paseo, regresó a Jalapa, asistió al velorio de su amigo y estando en éste hizo una fumada lenta para despedirlo como se merecía; acompañó a la familia del difunto todo el tiempo: al entierro del cuerpo de Hugo, a las misas del novenario y a los rezos de rosarios que la viuda organizó en su casa, y cada vez que iba a esa casa llevaba galletas, café, tortas, té o refrescos. Era lo menos de debía hacer para la familia de su querido amigo.

Durante treinta días posteriores al fallecimiento de Hugo, a las cinco de la tarde, Domingo fumaba una pipa en recuerdo de su amigo, y mientras fumaba lo recordaba en sus mejores momentos, las aventuras que tuvo con él, los chistes que contaba, las bromas que hacía y demás.

Esta pipa, que honraba la amistad que sostuvo con su amigo tantos años, la fumaba en un parque, sentado en una banca, frente de una fuente. En ese parque Hugo aprendió a andar en bicicleta, a fumar pipa, a enamorar a las novias, a tocar guitarra, a cantar, a convivir y bromear con los amigos. Era el segundo hogar de Hugo; quizá su primer y único hogar, pues aunque dormía y comía en su casa, sus padres no fueron buenos con él ni con ninguno de sus hermanos, así que apenas consiguió trabajo se salió de ahí y raras veces volvió a saludar a sus padres.

Me comentó Domingo que él pensaba que Hugo no fue al velorio de sus padres.

Amigos comunes me han platicado que ellos dos fumaban la pipa con tanto encanto, que verlos fumar era como mirar una buena película, y sí, he visto a Domingo fumar la pipa en muchas ocasiones, con tal gusto y natural estilo que se antoja fumar con él.

Para Hugo, la pipa eran dos o tres momentos de disfrute en su día a día; para Domingo, la pipa es parte de su vida. El primero partió de este mundo sin preocupación por sus pipas; al dejar de fumar se olvidó de ellas; el segundo, quiere colocar sus pipas en buenas manos antes de partir.

Dos personas, dos hábitos y dos estilos para con la misma afición.

sábado, 26 de enero de 2013

Concha y Lupe


En Veracruz; concretamente, en Alvarado, dos trabajadores de un barco camaronero, amigos desde la infancia, compañeros de juergas, alegrías y decepciones, se reunieron, después de tantos años de ser amigos, en la casa de Juan.

Romualdo llevó a su esposa e hijos a la reunión, a la que llegaron con platillos diversos y flores para la señora de la casa.

La velada transcurría alegremente hablando de la pesca, los temporales, los hijos, los amigos, la cena, del patrón, de los sueldos tan bajos y lo difícil de la vida. Entre copa y copa la charla entraba en terrenos de mayor confianza.

Concepción; “Concha”, para los amigos, esposa de Juan, una mujer como la mejor jarocha [oriunda de la ciudad de Veracruz]: frondosa, alegre, morena, de pelo rizado y risa fuerte, con cuerpo tan bien estructurado, firme y parecido al ébano, que da confianza a la primera, delante de todos, pues no podía ser de otra forma, soltó un comentario:

-- Hay veces que me siento sola, con éste (señalando a Juan) que se aleja tanto tiempo.

La esposa de Romualdo, Guadalupe; “Lupe o Lupita”, para los amigos, mujer de abundantes protuberancias y bien proporcionadas, respondió:

-- Igual que yo, comadre, igualita, y los hijos, bien, gracias; que se alimenten solos.

Juan y Romualdo, como extraños o lejanos que no escucharon estas palabras, seguían en lo suyo: tragos, vociferando del capitán, etcétera.

Los hijos de ambas parejas fueron llevados al dormitorio, casi dormidos. Pequeños de no más de siete años cuya vida es jugar y dormir.

Llegó el momento de levantar los platos de la mesa para llevarlos a la cocina, cosa que hicieron Concha y Lupe.

En la cocina, después de hablar de lo caro que están las cosas en el mercado y que si los hijos así y asado, Lupe preguntó a Concha si su marido “le daba el ancho”. Concha, extrañada por tal confianza, que entre mujeres es sólo un preámbulo de algo mejor o peor, le respondió con la pregunta: ¿Y tu marido te da el ancho? Siguieron con la lavada de los platos casi en silencio. Luego, Lupe dijo a Concha que no, y ésta a aquélla dijo lo mismo, y siguieron limpiando la cocina. Ya casi para terminar con el aseo, Concha, hablando para sí en voz alta, dijo: “Xalapa es otra cosa; hay mundo, personas cultivadas, cosas por conocer, lugar para crecer, oportunidades para divertirse”. Volteando hacia Lupe, le dijo a ésta: “Vamos con los viejos, comadre”.

Regresaron a la mesa. Juan y Romualdo estaban borrachos, ante lo cual, Lupe fue por sus hijos y jalando a Romualdo de la camisa se lo llevó, despidiéndose y disculpando a su viejo amablemente.

Varios días después de esto Juan y Romualdo partieron a la pesca de camarón.

Al día siguiente, Concha visitó a Lupe. Después del consabido cafecito y las galletas de piloncillo, hablaron y hablaron de los maridos, los hijos, de lo caro que están las cosas en el mercado, de la ropa que es una porquería, que los zapatos son caros y están fuera de moda; que las medias de nailon ya no aguantan como antes, que ya no hay bolsas de mano tan bonitas, porque las de antes eran de piel, etcétera.

Al tercer día, Lupe fue a casa de Concha y hablaron del salón de belleza, la telenovela de moda, los galanes artificiales cuyo abdomen de lavadero está hecho sobre pedido; que el carnicero ya no fía… que sus maridos no les dan el ancho, y demás.

Lupe, de treinta y seis años, y Concha, de treinta y ocho, siguieron hablando y hablando en distintas ocasiones: de suéteres para los niños, blusas para ellas, escuelas, maestros, fulanita y zutanita... y ellos, siguieron con sus juergas.

Pasaron los años y Concha y Lupe, y Juan y Romualdo siguieron siendo amigos.

Lupe tuvo varias aventuras y Concha tuvo más. Romualdo y Juan siguieron con sus juergas.

Los hijos crecieron y se alejaron.

Después de tantos años y tantos sueños, ellas viven solas, cada una por su lado.

Sus maridos murieron jóvenes.

Hoy se las ve por las tardes, en sus sillas mecedoras y a la puerta de sus casas, fumando tranquilamente, saludando a todos los que pasan con una sonrisa de mujeres que han vivido lo que han querido, pero que no quisieron lo que vivieron.
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Veracruz, tierra de mis amores, está hecha por Concha, Lupe, Romualdo y Juan, y tantos otros de los cuales espero poder contar su historia.

Con el aliento


Conocí a Próculo --o Prócolo, como él pronuncia su nombre-- un día que pasé por el mercado de Orizaba, Veracruz. Lo vi fumando una pipa muy rústica y estaba vendiendo jinicuiles.

El jinicuil es el fruto de un árbol alto y frondoso cuya vaina larga y verde contiene semillas cubiertas de un algodón blanco, muy dulce y muy suave.

Cuando no es época del jinicuil, Prócolo vende aguacate criollo que se come con todo y cáscara, que en tacos o acompañando la carne o los frijoles potencia los sabores. No habiendo aguacates ni jinicuiles, vende gallinas y huevos de su pequeña granja, y tabaco que proviene de diez matas que tiene sembradas.

Y si lo anterior no fuera suficiente actividad para cualquiera, cuida su parcela, ayuda en su casa con las labores pesadas; en fin, vive alegre y como sus circunstancias le han permitido.

Él se hace sus pipas de las ramas del jinicuil donde se forma un nudo. Éste es la cazoleta y la caña parte de la rama pegada al nudo; la boquilla generalmente la hace de cuerno o hueso. El tabaco que fuma, él lo cultiva y prepara.

De martes a sábados sale de Jalapilla hacia Orizaba a las cinco de la mañana y está de regreso en su casa a las siete de la noche; los domingos sale a las diez y regresa a las seis, y los lunes no va al mercado.

Antes iba y venía caminando porque no había tantas construcciones como ahora y podía tomar atajos; hoy, va y viene en autobuses de pasajeros, que le cuesta veinticuatro pesos diarios, pero cuando lleva gallinas a vender le cobran doce pesos de más y si regresa con gallinas no vendidas, doce pesos más.

Con setenta y seis años de edad, una vida de trabajo constante desde los diez años, jornadas pesadas, transporte de productos para vender, cuidado de la pequeña parcela que heredó de su padre y éste de su padre y así, sucesivamente, desde que su familia se estableció en Jalapilla, según él, “desde el año 1850”, se ve muy agotado y las reumas le han empezado a atacar las manos y “las coyunturas”, dice Prócolo.

Pero gracias a las friegas que se aplica de la infusión de alcohol con tabaco, las manos y las coyunturas no le duelen tanto, y cuando le duelen mucho, le dan friegas de la infusión de alcohol y hueso del aguacate criollo que producen sus dos árboles.

Él no acude con los médicos.

-- “Pa’ qué, ¿pa’ que me saquen lana [dinero] y no me curen?”

Jalapilla era un poblado rural con casas de madera o adobe y todas con techo de teja roja, que vista desde un alto cerro parecían lunares o brotes de viruela entre la abundante vegetación de todos los verdes posibles. Para los que no vivíamos ahí la vista desde arriba nos hacía imaginar un lugar de ensueño donde todos vivían felices, como de cuento.

Hoy es una colonia más de Orizaba, que como monstruo va comiéndose los poblados y rancherías vecinas.

Orizaba, siempre fue una ciudad moderna, grande, muy poblada, cuna de industrias muy poderosas, con una estación ferrocarrilera importante y fue centro de distribución de gran relevancia para el país desde que se creó.

Siendo un paso obligado entre el centro del país y el Puerto de Veracruz, punto comercial por donde salía la inmensa mayoría de las riquezas de México hacia España, en el Siglo XVI se fundó Orizaba y se estableció ahí un estanco que concentró y procesó todo el tabaco que se enviaba a España, que se cultivaba en Córdoba, Zongolica, Coatepec, San Andrés Tuxtla, Coscomatepec y en la misma Orizaba, importante zona agrícola que menos de cien años más tarde se industrializó para producir papel, azúcar y más productos que se llevaban a España.

Para España, Orizaba fue la alhaja de la corona por la inmensa cantidad de dinero que el tabaco le aportaba.

Años atrás Prócolo iba y venía de un poblado a otro, todos los días, caminando y cargando sus mercancías, con su pipa en la boca.

Mantenía viva la pipa con el aliento.

Su tabaco, del más puro criollo que pueda hallarse ya, lleva con él toda su vida, la vida de su padre y abuelos; cada diez años o alrededor de diez, recambia sus plantas de tabaco por nuevas y vigorosas matitas que se desarrollarán muy rápido.

Él no corta la flor de la planta.

-- “No la capo, ¿pa’ qué? ¿Pa’ que de más grande la hoja? Ya pocos me compran tabaco, ¿pa’ qué capo la matita si su flor es de las más hermosas flores de nuestra madre naturaleza? Pero el tabaco capado es re pinche dulce y a mí y a mis marchantes nos gusta del agrio… Vendo más tabaco como remedio para la piel, torceduras , dolores de reumas, picazón, que para fumar… La latita vale quince pesos.

Se trata de una pequeña lata vacía y limpia de chiles en vinagre que usa Prócolo como medida, en la que caben 25 gramos de tabaco, y en cada medida que vende agrega el pilón: una pizca de tabaco que coge de su bolso de cuero, donde transporta el tabaco para vender.

En ocasiones lleva tabaco tan finamente picado por él, que le compran para liar cigarrillos; ahora con sábanas de papel, pero antes, eran de elote joven y tierno, que todavía él hace muy de vez en cuando.

Próculo elabora así su tabaco:

-- Corto las hojas de la mata que ya están buenas. Las dejo cuatro días al sol, cubriéndolas por las noches; después las pongo a secar hasta bien secas en ese cobertizo, cubriéndolas por las noches. Bien secas y todavía colgadas las baño con mucha agua tibia y las mantengo bien apretaditas en el cobertizo. Después de unos veinte días, ya está bueno para picar y vender.

El cobertizo sirve también para secar el elote, guardar la leña, el carbón y otros usos.

Cada pipa suya es hecha por él de nudos del árbol de jinicuil usando una simple navaja y un alambre grueso con una punta afilada que le sirve como broca para perforar, a mano.

Si se ve un nudo bueno en un árbol, él lo corta y lo deja abandonado en su cobertizo, hasta que la pipa que ha estado fumando no da más y debe hacerse otra.

Le pedí que me vendiera una pipa suya. Me dijo:

-- Nomás que vea un nudo bueno lo corto y ya que el tiempo lo curta se la hago, claro que sí.

-- ¿Y en cuánto tiempo cree usted que debo venir por mi pipa? –Le pregunté.

Se quedó pensando un poco, y me dijo:

-- En dos años o tres.

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Veracruz, tierra de mis amores, donde el tiempo no cuenta o pasa lentamente y Próculo mantiene viva su vida y su pipa con el mero aliento.

El mar


Era un sábado al medio día en el Malecón del Puerto de Veracruz. El calor estaba intenso pero soplaba un agradable viento marino que traía olor a yodo y sal mezclado con el diesel de los barcos y remolcadores, y con la comida de puestos ambulantes cercanos.

-- ¿Quieres algo más? –Preguntó Constanza a la nieta.
-- Otro helado, abue.

Vino el heladero y sirvió dos helados: uno de fresa para la nieta y uno de coco para Constanza.

Acabaron los helados hablando de escuela, amigas, tareas, viajes, el trabajo de mamá, ropita nueva, el próximo paseo de vacaciones que quieren hacer a Chiapas, donde Constanza tiene muchos familiares.

Constanza sacó de su bolso una hermosa pipa recta y lisa que se compró cuando viajó a la Ciudad de México en el año 1995. La cargó de tabaco en una acción tan cotidiana mientras hablaba con la nieta; encendió el tabaco y se dispuso a fumar.

El aroma que despedía el humo de su tabaco era como de azúcar quemada con vainilla y tal vez algo de limón.

-- Huele al pastel que hace mi mamá en mis cumpleaños.
-- Yo también te lo hago, niña. Saca tus muñecas y ponte a jugar aquí.

Mientras la nieta jugaba, Constanza observó el mar, a lo lejos.

Vio un barco diminuto que se alejaba lentamente.

Recordó que cuando niña su papá llevó a ella y sus hermanos a Tuxpan y a Isla de Lobos.

Estas fueron sus mejores vacaciones antes de pensar e interesarse por los jóvenes. Jóvenes con los que iba a bailes, acompañada de su hermana mayor o de su mamá, a caminar en los parques, a tomar un refresco, a comer tamales, garnachas, gorditas de frijol o chicharrón, cocteles de camarón, pulpo o jaiba.

Ella se juntó con Romualdo. Tuvo con él un niño y una niña. Romualdo se embarcó al Asia y nunca regresó; luego, el hijo alcanzó al padre y no ha regresado, aunque ocasionalmente le manda algún regalo, dinero, postales y demás.

Constanza cree que algún día verá el barco que traerá de regreso al hijo.

A ella no le importa Romualdo.

Ella fumaba tranquila y placenteramente mientras la nieta jugaba con sus muñecas.

Una señora que pasaba por ahí y olió el tabaco de Constanza, se le acercó para decirle:

-- Hule a pay de limón y a jericalla. ¡Qué rico!
-- Y también tengo de chocolate, coco, almendra y otro que huele a miel virgen de lo más sabroso que pueda imaginarse, pero se me acabó. ¿Usted fuma?
-- No, pero mi marido fuma puras porquerías. Que disfrute. Buenos días. –Y se alejó la señora.

Siguió fumando su pipa mirando al mar a lo lejos.

El barco había desaparecido del horizonte, pero apareció otro que venía hacia el puerto.

La nieta, aburrida de jugar con sus muñecas, pidió a la abuela que la llevara al parque.

-- Deja que me acabe mi pipa. Sigue jugando un ratito.

Acabó su pipa y se fueron caminando al parque platicando de lo que iban a comer ese día; que después irían al cine y llegarían a casa para cenar con mamá.

En el parque, mientras la nieta jugaba en los columpios preparó otra pipa y la fumó. La pipa era curva y lisa.

Sacó de su bolso el tejido que ha estado trabajando desde hace semanas para hacerse un suéter, pues ya se acerca el invierno que trae vientos fuertes y helados, y llovizna muy molesta.

Corriendo, se le acercó la nieta:

-- ¿Me das agua, abue?
-- Toma. –Le dio una pequeña botella de agua que la nieta bebió de golpe y se fue corriendo a los juegos del parque.

Constanza siguió tejiendo y fumando su pipa.

Se detuvo un rato para observar a la nieta. Pensó en que su hija había sido así, igualita: traviesa, inquieta, con mucha energía y deseos por sobresalir.

A los diecinueve años de edad la hija de Constanza parió a la niña. Su hombre no reconoció a la creatura y partió hacia los Estados Unidos a trabajar de albañil, diciendo a la hija de Constanza que le mandaría dinero y la llevaría consigo algún día.

Pero ese día nunca llegó.

Constanza recibe media pensión desde a que su esposo falleció en el 2004; su hija es camarista en un hotel de lujo y trabaja incansablemente para apoyar con los gastos de la casa y ahorrar, porque quiere irse a vivir al Canadá, llevarse a la niña consigo y ofrecerle un mejor lugar para vivir y progresar.

Constanza le dijo a su hija que ella no se irá al Canadá ni a ninguna otra parte.

La sacarán de su casa para velarla el día que muera, y si están su hija y su nieta qué bueno; si no, los vecinos se encargarán de su cadáver para cremarlo y esparcir sus cenizas en el mar.

Quizá así, la corriente marina la lleve al Asia para bañar a su hijo cuando él se meta al mar.

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Veracruz, tierra de mis amores, donde el mar ha forjado pasiones y separado amantes, como las olas que vienen y van.

Bernabé es alfarero


Bernabé es alfarero. Hace cazuelas, comales, jarros, vasos, candeleros, adornos para la casa y también hace pipas.

El barro lo recoge de la falda de uno de los tantos cerros donde está enclavada Zongolica, Veracruz, importante región productora de maíz, naranja, café de altura y mango, cuyos pobladores son trabajadores en extremo y tienen fama de aguerridos.

El barro que recoge Bernabé lo tamiza en el mismo lugar donde lo extrae, para llevarlo a su taller listo para trabajar.

Sus pipas son de origen nonoalca, civilización descendiente de los toltecas pero afiliados culturalmente a los teotihuacanos.

No son para fumar, aunque algunos las utilizan para eso; las hace porque se usan para quemar incienso o copal durante las festividades religiosas, como adorno o se tienen por curiosidad.

Sus pipas asemejan a los caballeros águila aztecas o contienen alusiones a macanas, arcos, flechas, plumas, calaveras, ranas, serpientes.

Bernabé hace 400 pipas al año, como el tributo de 400 plumas hermosas que pagaba el reino de Zongolica al Emperador Moctezuma, y todas las vende, cada una entre 40 y 80 pesos.

Pero no vive sólo de eso. Su principal ingreso es la elaboración de productos de barro para cocinar.

Él fuma en pipas que él mismo hace con las ramas de árboles palo mulato y guarumbo que han caído al suelo naturalmente. Habiendo caído la rama, él corta la parte para sus pipas, la entierra donde sólo él sabe y ahí las deja tres o más años.

El guarumbo, además, es remedio que han usado en su casa para los males de la sangre y la diabetes, que su bisabuela enseñó a su abuela, ésta a su madre y ésta a él.

Hay trozos de ramas que se pudren, pero hay los que sobreviven y ganan fortaleza. De éstas hace sus pipas.

En Zongolica hay dos pequeños productores de tabaco que ellos mismos cultivan y procesan. Se trata de un tabaco negro, ácido, de gusto y aroma muy fuertes. Sin embargo, algunos fumadores de pipa no son de tabaco tan fuerte, así que los productores lo mezclan con tabaco rubio que compran en Nayarit, San Andrés Tuxtla o Coscomatepec. Éste apenas y sabe a tabaco, pero huele muy bien.

Bernabé gusta de tabaco fuerte, “ si no, pa’ qué fumarlo”.

Un domingo va a Córdoba, otro a Orizaba, otro a Fortín y otro se queda a vender en el mercado de Zongolica. Fuera de estos días está en su taller elaborando cazuelas, jarras, vasos, comales, candeleros, adornos para la casa y pipas. Todo de barro.

Las pipas de madera son para él. No las vende ni aunque le ofrezcan mucho.

Un alemán que visitó Zongolica le pidió una pipa. Bernabé no se la quiso hacer. El extranjero, haciendo un intento para convencerlo le ofreció 1,500 pesos. Bernabé no quiso. El alemán le ofreció el doble y tampoco quiso.

No importa lo que le ofrezcan, él hace pipas para él y sus hijos. Es su gusto, no su medio de vida.

Bernabé fuma su pipa todos los días que va al bosque a recoger ramas para el fogón del horno, cuando busca barro bueno o va a las barrancas a observar las copas de los árboles, los riachuelos, las nubes, el cielo.

Y después de la cena, reunidos en casa entretenidos en las últimas faenas del día, siempre fuma su pipa, la única pipa que tiene.

Vive con su mujer y dos de sus seis hijos. Cuatro de estos se fueron a trabajar a distintas ciudades y de vez en cuando van a visitarlo.

Es abuelo de doce y bisabuelo de uno.

A cada hijo e hija que cumple diecisiete años, Bernabé le hace una pipa de palo mulato o guarumbo y se la da con una bolsa de cuero con tabaco, porque a esta edad ya son hombres o mujeres.

En su pequeño terreno está su casa, su alfarería y un huerto donde tiene dos árboles de naranja, uno de higo, uno de manzana criolla y cinco matas de café, que él procesa y es el que consumen en casa y queda algo para vender, así como rosales y otras flores hermosas. También tiene gallinas, tres puercos y una vaca lechera de donde obtiene la leche para su consumo y para vender. Sabe elaborar quesos distintos, y cuando mata un puerco o una vaca, come una pequeña parte y lo demás lo vende.

Siete u ocho días antes del doce de diciembre, parte, caminando, de Zongolica hacia la Ciudad de México, para estar el mero día doce en la Basílica de Guadalupe, para honrar a la virgen que tanto ama y respeta.

Ella le ha dado todo lo que tiene: esposa, hijos, nietos, bisnieto, habilidad para el trabajo, salud para él y su familia, su casa, su terreno, los cerros, la madera, los frutos de sus árboles, el barro, el fuego de su horno y la alegría para vivir feliz y tranquilo porque: “me dio manos para trabajar y cabeza para hacer bien mi trabajo”.

Él no corta árboles para el fogón de su horno; recoge ramas caídas, compra leña y carbón en la carbonería del pueblo, donde también compra petróleo para sus quinqués, pues aunque hay electricidad en Zongolica, donde él vive escasea el suministro de energía.

A sus diez años de edad empezó como ayudante de su padre, que fue alfarero así como el padre de éste.

Ya es imposible rastrear los años que la familia de Bernabé se ha dedicado a la alfarería, pero él dice que sus primeros tatas (sus ancestros), hacían vasijas y ornamentos para los reyes de Zongolica.

Sesenta y cuatro años lleva trabajando como mula y aún así su cuerpo luce fuerte y su mente es lúcida. No le duele nada, duerme como niño: se acuesta a las ocho y se levanta a las cuatro; se alimenta como joven y no piensa en el futuro.

La vejez para él no existe:

-- Cuando llegamos a viejos todos morimos y nos vamos con nuestra madre la Virgen de Guadalupe, para encontrarnos con nuestros padres y de ahí en adelante por toda la eternidad, estaremos juntos alrededor de nuestra virgencita.

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Veracruz, tierra de mis amores, donde los viejos no existen; son y serán eternamente jóvenes porque el arduo trabajo cotidiano y la alegría para vivir no les dan tiempo para pensar en el mañana.