sábado, 26 de enero de 2013

La pipa y sus misterios


Heriberto miraba el mar embravecido, parado sobre una alta roca que golpeaban las olas con mucha fuerza en su parte más baja; con tal fuerza que lo bañaban las gotas que el aire arrastraba hacia él. Estaba empapado, pero seguía mirando el mar como hipnotizado por la violencia de las aguas, la fuerza de los vientos y la luna que se levantaba por el horizonte.

Hacía rato que del sol apenas se vislumbraban tenues luces rojizas que coloreaban algunas nubes.

Era época de los nortes en Antón Lizardo, Veracruz, que traen vientos fríos y veloces, lluvia intensa, pero limpian el cielo cuando se van y “es el mejor momento para observar el cielo, conectarse con la tierra y el agua, y hablar con uno mismo”, me decía Heriberto cuando me platicaba de esto.

Los nortes no dejan a los pescadores salir a la mar por sus redes.

Él tenía una sencilla pipa en la mano, cargada de tabaco criollo de la región y totalmente mojado. Se trataba de una pipa “ENA”, de brezo, que él fumó incontables veces y a la que rara vez le dio mantenimiento; si acaso, una ligera limpieza general cada año.

De repente, Heriberto observó la pipa, vio el mar y arrojó la pipa lo más lejos que pudo.

Apenas salió de sus manos la pipa se perdió en la noche.

– ¡La regreso a España! –Gritó al momento de arrojarla.

Tres años atrás, gritó lo siguiente:

– ¡La regreso a Dinamarca!

Otros tres años hacia atrás:

– ¡La regreso a Inglaterra!

Cada tres años, once veces en su vida, así regresó una pipa a su país de origen, y todas las veces cargadas con tabaco mexicano, ya sea de Veracruz, Chiapas, Nayarit o Oaxaca.

La pipa que arrojaba había sido fumada muchísimas veces y la fumaba exclusivamente con tabacos mexicanos todos los días durante el mes previo al tributo que Heriberto pagaba al mar, a la noche, al viento, al tabaco, a la pipa y a sí mismo.

– El tabaco es hijo del mar; yo soy hijo del mar. –Siempre me decía cuando hablábamos de ello.

¿Por qué pagaba este tributo? ¿Por qué las regresaba así a sus países de origen? Nunca me dijo, pero sí me dijo: “Cuando lo hagas, lo entenderás.”

Heriberto falleció a los noventa y un años cumplidos, a finales de 2008, dentro de un asilo en el que estaba internado en el pabellón para enfermos mentales.

Ingresó al asilo por voluntad propia a los ochenta años de edad no porque se sintiera o se supiera mal de la cabeza, sino porque los demás lo consideraban así y lo evadían, no le hablaban, pero a sus espaldas susurraban: “Ése está loco”.

He conocido a pocas personas tan cuerdas como Heriberto, pero la soledad puede provocar decisiones incomprensibles.

Él negoció con los administradores del asilo que una vez recluido le permitieran fumar sus pipas las veces que se le antojara y salir uno o dos fines de semana al mes, lo que le fue concedido. Así, uno o dos sábados y uno o dos domingos del mes salía a fumar a los parques, jardines y playas de Veracruz, y fumaba cualquier tabaco de los que antes solían venderse en las tabaquerías y estanquillos; pero año con año la oferta de tabacos se hacía menos, así que año con año compraba más veces a los productores de San Andrés Tuxtla y Coscomatepec, Veracruz. Sin darse cuenta se aficionó a los broncos tabacos recién curados; de esos que al fumarlos hacen escupir frecuentemente mientras se fuman, pero escupir al suelo es algo que hacía con gusto Heriberto porque escupía aun sin estar fumando. Todo el día escupía.

En el asilo nadie se molestaba por que él fumara. Cuando fumaba tabacos aromatizados con vainilla, miel u otros ingredientes, inmediatamente iban a rodearlo los ancianos que ahí vivían y esos aromas los hacían hablar de la familia, los hijos, nietos, bisnietos, sus alegrías, los bailes y demás.

Mientras fumaba, Heriberto escuchaba atentamente a esas alegres personas. Quizá por esto, siempre que sus amigos lo visitábamos en el asilo nos pedía llevarle tabacos aromatizados con el sabor y aroma que fuera, siempre y cuando fuera dulce y agradable.

Él alegraba a los viejitos con el humo dulce de su tabaco, le gustaba brindarles momentos de felicidad.

Tuvo treinta pipas en su haber y de buenas marcas, once de las cuales fueron tributo lanzado al mar que las condujo a sus respectivos países de origen.

Las once pipas lanzadas al mar regresaron a las manos de los artesanos que las trajeron a este mundo especialmente para que Heriberto las fumara, como una muestra de respeto a lo bien hechas que fueron; quizá para que estos artesanos atestiguaran lo duradero de sus obras y lo que con éstas logró Heriberto. Fue, tal vez, la manera en que Heriberto le agradeció a los artesanos la felicidad que le produjeron sus pipas.

– Las mejores del mundo son las pipas que tengo. –Siempre me decía cuando hablábamos de las pipas.
– ¿Por qué dice esto? –Le preguntaba.
– Primero, son mías; en segundo lugar, son las únicas que tengo.

¿Por qué once pipas? La enfermedad que atacó a Heriberto a sus ochenta y seis años de edad le impidió que fueran las treinta que gustosamente hubiera dado como tributo a un simple artefacto para fumar que cumplió con su función con creces.

No tuvo herederos que pudieran disfrutar sus pipas y él pensaba que las pipas no se deben regalar a nadie, porque son tan personales como los calcetines o los calzones, y estos no se regalan a nadie. Decía que si no vas a usar más unos calcetines o unos calzones su destino es la basura, pero las pipas merecen un destino más noble.

Estoy seguro de que si Heriberto hubiera podido hablar o escribir durante su último año de vida, hubiera pedido ser incinerado y que sus cenizas fueran esparcidas en el mar. Don Humberto –mi gran y querido amigo, quien me presentó con Heriberto–, y yo fuimos al asilo a pedirle al administrador que hiciera esto con sus cenizas, pero las reglas del asilo no lo permitían.

Uno podría pensar que Heriberto estaba mal de la cabeza, pero él ha sido una de las personas más cuerdas que he conocido.

Hay acciones inexplicables, como hay seres increíbles. Heriberto fue uno de estos seres.

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Veracruz, tierra de mis amores, forjadora de seres extraordinarios y sencillos, que con su simple vida iluminan a quienes los rodean. 

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