sábado, 26 de enero de 2013

¡Qué me ha dado esta mujer!


A las seis de la mañana Rafael se despertó. Con lentos movimientos y haciendo el menor ruido posible se quitó el sleeping bag, se colocó el pantalón, las botas y una gruesa chamarra, tomó un pequeño bolso de mano y salió de la tienda de campaña.

Estiró los brazos, las piernas, hizo flexiones de cuerpo hacia adelante, atrás y a los lados, caminó un poco y regresó al lado de la tienda de campaña, tomó asiento, del pequeño bolso sacó una pipa de gran capacidad, la cargó de tabaco cuidadosamente, lo encendió y empezó a fumar. La humedad ambiente lo obligó a reencender el tabaco varias veces para lograr mantener la brasa que le permitiera fumar la pipa de manera continuada.

 Acampaban él y su esposa en las orillas de la Laguna Chica, una de las Lagunas de San Bernardino, Puebla, hermoso y frío lugar ubicado muy cerca del Estado de Veracruz, frecuentado por muchos pobladores de Orizaba, Río Blanco, Ciudad Mendoza, Nogales y Tehuacán.

Las Lagunas de San Bernardino son varias lagunas muy cercanas, pequeñas y bellas, rodeadas de montañas, enmarcadas por el verdor de la vegetación y embellecidas por la gente que ahí vive: sencilla, alegre, hospitalaria y trabajadora en extremo.

Hacía treinta y dos años que Rafael no visitaba este lugar.

Una vez que se casó con Yolanda, quien tiene aversión a la vida en el campo, Rafael raras veces salió a acampar en los hermosos parajes que ofrece el sur de México.

Mientras fumaba su pipa, Rafael escuchaba que dentro de la tienda de campaña Yolanda hacía ruidos que denotaban su incomodidad por el duro piso, el clima frío y lo ajustado de su sleeping bag.

Rafael caminó hacia la laguna. Con cuidado colocó su pipa sobre una piedra y fue a lavarse la cara y las manos. Secó sus manos en el pantalón y luego con las manos secas se talló la cara, que el aire frío le congelaba.

Tomó su pipa, la encendió y caminó unos cientos de metros bordeando la laguna. Notó que ya no había tantos árboles como antaño, que había más casas, ganado y tierra para siembra que la última vez que estuvo allí.

Se detuvo a observar los delgados hilos de humo que salían por las chimeneas de muchas de las casas. Es muy tarde para que estén preparando el desayuno, pensó Rafael. Pero no, los hombres ya estaban trabajando. Se les veía a lo lejos en las laderas de los cerros con su ganado o en labores de campo. Las mujeres ya estaban preparando el almuerzo que a medio día llevan a sus maridos para aguantar la dura faena hasta que regresaran a sus casas para descansar, alrededor de las cinco de la tarde.

Terminó la pipa, la limpió con un trozo de papel que sacó de una de las bolsas de la chamarra y metió la pipa en la misma bolsa donde sacó el papel.

Caminó hacia una de las casas.

– ¡Hola, buenos días! – Gritó Rafael.

Salió una señora delgada, de pelo largo, negro y lacio, con cara delgada y larga cuya piel ha sido curtida por el frío, de ojos negros y juntos.

– Buenos días, señora. ¿Sabe usted quién puede venderme un poco de cecina y algunas verduras? – Le pregunto Rafael a la señora.

–En esa casa amarilla pregunte por doña Francisca. Ella puede tener lo que quiere.

– Muchas gracias. Que tenga usted un buen día. –Dijo Rafael para despedirse.

Caminó hacia la casa amarilla. Habló con doña Francisca. Compró dos trozos de cecina, una cebolla, dos jitomates, tres chiles verdes y seis tortillas de maíz azul.

Rafael regresó a sentarse cerca de la tienda de campaña. Yolanda no salía. Juntó pequeñas y delgadas ramas caídas de los árboles para el fogón donde prepararía el desayuno. Encendió las ramas y una vez que el fuego estaba muy vivo, agregó trozos de madera más gruesos.

El fuego calentaba su cuerpo tan deliciosamente que acercó su silla al fogón y cargó otra pipa para fumarla mientras hacía los preparativos para el desayuno.

Él había llevado un garrafón de agua porque sabía que el agua de las lagunas no es para beber.

En una olla de un litro vertió agua del garrafón y llevó la olla al fuego. Habiendo hervido el agua, agregó seis cucharadas de café y lo dejó reposar. Se sirvió una taza de café.

Colocó sobre las brasas un comal de lámina negra donde asó los jitomates, la cebolla y los chiles.

Dentro de la tienda de campaña se escuchaba que Yolanda estaba moviendo esto y aquello.

Rafael picó las verduras con una navaja multiusos que siempre lleva consigo.

Colocó los trozos de cecina en el comal.

Salió Yolanda de la tienda de campaña. Le dijo a Rafael:

– ¡Ya estás fumando tan temprano! … ¡Qué rico huele! ¿Qué es?

– Hoy vamos a desayunar cecina asada con esta salsa. Trae tu silla y ven a sentarte aquí, que el calor del fogón está riquísimo.

Le sirvió a Yolanda una taza de café. Puso en el comal las tortillas; cortó la cecina en trozos adecuados para armar tacos; tomó un plato, puso una tortilla y un trozo de cecina y se lo dio a Yolanda, quien terminó de preparar su taco agregándole una cucharada de salsa.

Cada uno de los dos comió tres tacos y tomó dos tazas de café mientras hablaban del lugar, del clima, de algunos temas de familia. Rafael no podía convencer a Yolanda de lo bello que resultan paseos así. Para ella el frío que había hecho por la noche fue insoportable; además, el durísimo piso de la tienda de campaña hizo que le dolieron los huesos de la cadera, la espalda, el cuello y los hombros. Y su sleeping bag era para una persona menos robusta. Pero esas no eran las únicas quejas de Yolanda. Para ella el baño portátil es incomodísimo; no es posible asearse bien en condiciones así, tan limitadas; ver pasto, árboles, animales y agua no tiene chiste, sobre todo cuando se está en medio de todo ello, y el clima húmedo, las nubes que se acercaban y el viento lento y frío anunciaban lluvia, y la lluvia los obligaría a refugiarse dentro de la tienda de campaña quién sabe cuántas horas.

Rafael encendió su pipa.

– ¡Ya vas a fumar otra vez! –Gritó Yolanda– ¡Ya vámonos, viejo, no quiero pasar otra noche aquí!

Con la pipa en la boca, fumando lentamente, Rafael apagó el fogón. Sacó lo que había dentro de la tienda de campaña y la desarmó para empacarla dentro de su bolsa.

Recogieron todo y lo llevaron al automóvil.

Yolanda se subió al carro en el asiento del copiloto y cerró su ventanilla.

Rafael echó un último vistazo al lugar mientras fumaba las pocas hebras de tabaco que quedaban en su pipa. Vació su pipa, la guardó en la bolsa de su chamarra, subió al carro, encendió el motor y se dirigió hacia Nogales, Veracruz, donde vive con Yolanda desde hace treinta años.

Camino a casa Rafael observaba la hermosa naturaleza que atravesaban por el sinuoso camino, mientras, como a lo lejos, escuchaba a Yolanda decir algo sobre la fiesta del santo patrono, la remodelación de la casa, el viaje a Chihuahua para visitar a sus papás en la Navidad…

– ¡Necesito dos pipas nuevas! –Dijo Rafael.
– ¡Cómo, ya tienes suficientes pipas! –Exclamó Yolanda.

Rafael sacó las dos pipas que traía en los bolsillos de su chamarra; bajó la ventanilla y las aventó.

– Esas dos estaban muy viejas y gastadas. ¡Me voy a comprar dos pipas nuevas!

Yolanda se arrellanó en su asiento, cerró los ojos, se durmió y permaneció dormida hasta llegar a la casa.

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